Miguel González Madrid
Karl Marx distinguió muy bien entre, por un
lado, las acciones revolucionarias contra el capitalismo y sus instituciones y,
por otro, las acciones anarquistas, terroristas y golpistas que, si bien suelen
ser emprendidas contra instituciones capitalistas, no tienen por objetivo una
transformación política y social que empodere a la población hasta ahora
desposeída y sometida a la lógica del capital. Marx y Engels creían que la
revolución contra el sistema capitalista podría devenir violentamente y
significar la pérdida de vidas humanas, pero no compartieron, por ejemplo, las acciones del socialista francés Louis
August Blanqui –centradas en la revuelta armada, en la inflexibilidad de su
estrategia, en la preferencia por el papel de la intelectualidad estudiantil y
en propósitos francamente utópicos– ni las del anarquista ruso Mijail Bakunin,
firme opositor de toda forma paternalista o autoritaria por la vía de la revuelta,
el motín y el asesinato, reduciendo su objetivo a crear una “comunidad de los individuos”,
sin autoridad alguna, sin religión, sin familia (sede originaria del
autoritarismo paternalista) y sin el régimen de
propiedad privada, en la que, por
tanto, no exista más el Estado.
Protesta
de indignados en la Plaza Catalunya, 2011.
Foto de Alejandro de la Rica:
http://www.peperibas.com/wp-content/uploads/Plaza-Catalunya.-Foto-Alejandro-de-la-Rica.jpg
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Para Bakunin, como para su
seguidor francés Pierre-Joseph Proudhom, bastaba una población sumida en la
pobreza o la miseria para llevar a cabo la revolución que tenía como fin
desaparecer de un golpe violento al Estado; para Marx y Engels, como luego para
Lenin, la revolución socialista (más tarde llamada “comunista” o “proletaria”, para
diferenciarla de otros movimientos políticos) no podía ser reducida a una simple confrontación violenta y sangrienta, mientras que el Estado no podía desaparecer
de ese modo, mediante una devastadora y voluntarista acción violenta, sino que
ello requería de todo un proceso de acumulación de fuerzas, de preparación y organización
de una clase convertida en nuevo sujeto de la historia, y de la conjunción de
una serie de circunstancias adversas al sistema capitalista. El proyecto
marxista de revolución se alejó de toda tentativa golpista, terrorista y
vandálica porque, en primer lugar, éstas acciones no significaban un movimiento de clase
social ni tomaban en cuenta que la emancipación de las clases trabajadoras no
podía plantearse en el vacío, sino en oposición directa a las bases de
organización y funcionamiento del sistema capitalista; no desde fuera de dicho
sistema, sino desde dentro, puesto que el proletariado era su expresión opositora
por naturaleza, y nadie más. Con respecto al terrorismo –sea que éste se justifique
en alguna base ideológica o carezca de ella– Marxismo en Red y otras
agrupaciones marxistas de similar horizonte han fijado con claridad las diferencias de fondo cuando a aquella línea de acción violenta se le ha confundido con un tipo de acción contra el
Estado, sobre todo porque se emprende sectariamente y con el propósito
sobresaliente de provocar un desquiciamiento de las instituciones, no su
transformación.
Hoy en día, muchas cosas han cambiado (demasiadas,
por cuanto a los contextos, los actores, los proyectos, las justificaciones,
las bases sociales, etcétera), pero no el efecto demoledor que mantiene el capitalismo
sobre los desposeídos, sobre aquellos que apenas subsisten con las migajas que
caen de muy pocas manos desparramadas de riqueza, y tampoco el creciente malestar
que provoca la expoliación que hace subsistir al sistema capitalista, como si
fuese el piso normal sobre el que se ha vivido siempre, sobre el que estamos condenados
a vivir. De modo similar, uno y otro fantasma “revolucionario” del pasado se
hace presente cuando se le invoca en medio de las crisis –cada vez más
complejas y despiadadas– del sistema capitalista.
Así, cuando las frecuentes expresiones de indignación
social suben de tono –porque a las instituciones capitalistas parece no
importarles el sufrimiento social ni la pérdida de puestos de trabajo ni los
recortes presupuestales al gasto social ni otras numerosas injusticias y condiciones
indignas de vida– nuevamente están a la vista las revueltas, las protestas en
las plazas públicas, los amotinamientos sociales, las movilizaciones en las
calles, los gritos multiplicados de inconformidad, pero, en tanto, la revolución
política y social se ha vuelto sólo un bello sueño, porque, aparte la terrible
dificultad para accionar del mismo modo que en los siglos XIX o XX, lo que
generalmente parece buscarse es un zona de restauración de las instituciones
sociales, económicas y políticas en donde la gente o los rebeldes puedan
sobrevivir y, desde ahí, persistir en la provocación de grietas que hagan
posible unos y otros cambios políticos, sociales, económicos o culturales,
hasta lograr nuevos derechos, nuevos modelos de gobierno, nuevas formas de
organización, nuevas formas de vida colectivas, y tantas cosas más que, al
menos, puedan paliar el dolor de vivir una larga espera para emprender una gran
transformación social.
Esa larga espera no ha sido, sin embargo, una
especie de hibernación, puesto que desde múltiples lugares y en diversos
momentos brotan las expresiones de hartazgo y de indignidad, a pesar del
bloqueo impuesto por la represión gubernamental y las masacres en algunos
puntos del mundo, y de que, entre claroscuros, estas expresiones son también
–continua, cotidiana y gravemente– difamadas por acciones viles de pequeños grupúsculos
que han encontrado su modus vivendi
en el engaño a “las masas”, en la manipulación de sectores de población que
buscan respuesta a sus carencias, en la injerencia arbitraria en los asuntos
que son propios de comunidades que gozan de autonomía, en la exaltación de su
disposición a pensar por los demás y, desde luego, en la reiteración de que
toda autoridad, en el mundo actual, es sólo una tuerca del imperialismo, del
sistema capitalista, de la dominación de clase, del neoliberalismo y de otros
fantasmas más que rondan por las cabezas enloquecidas por la ferviente creencia
de que ellos son los nuevos mesías, los nuevos iluminados. Hasta el más
rezagado miembro de dichos grupúsculos llega a creer que los demás le miran
como un enviado del cielo: en las asociaciones sindicales, entre las
comunidades estudiantiles, en medio de las protestas colectivas, en las
comunidades religiosas, en todas partes. Ahí, las grandes acciones
revolucionarias son cosa del pasado; ahora, lo que suele ser nota repetida –y buscada–
en los medios de comunicación, es la diatriba, el escupitajo close up, la toma violenta del pasillo,
la quema de automotores, y otras conductas chuscas, cómicas, pero también
plenamente delictivas, porque los demás ya no importan o, al menos, sirven como
pretexto para redimir el ego.
Pese a todo ello, la indignación, la
movilización, la protesta social, que tienen un tejido y un impulso propios, no
se pueden dejar tragar por la manipulación, el oportunismo y la demencia de aquellos
que insisten en vivir de los demás. En definitiva, “vivir para los demás” dista
mucho de “vivir de los demás”; del mismo modo, ser un líder es bastante diferente de ser un provocador.
Posdata: La intromisión será siempre nefasta, una enfermedad contra la cual hay que oponer principios y la dignidad de quienes todavía podemos pensar sin falsos mesías.
Posdata: La intromisión será siempre nefasta, una enfermedad contra la cual hay que oponer principios y la dignidad de quienes todavía podemos pensar sin falsos mesías.
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