Publicado en ABC Noticias Tlaxcala, junio de 2010.
Miguel González Madrid
Docente e investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana, especialista en cuestiones de políticas públicas, gobiernos locales, teorías de la democracia, teorías del Estado y derecho electoral.
e-mail: mgmundouno@yahoo.com.mx
Sin duda, una de las grandes columnas de la democracia representativa del siglo XX fue el protagonismo de los partidos políticos, tanto por su función movilizadora de masas y de clases como por la centralidad de las dirigencias oligárquicas en el quehacer político. Durante ese siglo los partidos políticos desempeñaron un papel de mediación para la transformación del modelo parlamentario y la renovación del ideal de democracia. De acuerdo con José Rubio Carracedo (Educación moral, postmodernidad y democracia. Más allá del liberalismo y del comunitarismo, editorial Trotta, segunda edición, Madrid, 2000, p. 144), los partidos políticos se convirtieron así en una especie de “escuelas de democracia”, “tanto por sus programas de formación política como por el horizonte que creaban de una incorporación paulatina de los ciudadanos a los mismos, según sus preferencias personales”, y en mediadores relevantes de los regímenes políticos. De ahí que autores como Norberto Bobbio llegaran a afirmar que se guarda una imagen de los partidos políticos como pertenecientes a la vez a la sociedad política y a la sociedad civil, es decir, al ámbito de las instituciones gobernantes y al de los ciudadanos.
La gran consecuencia de ese modelo de partidos políticos, sin embargo, fue el llamado fenómeno de la partidocracia, una variante de oligocracia que corrió al parejo con las tendencias centralizadoras de la política en los parlamentos y en los órganos de poder público en donde las dirigencias de los partidos protegieron sus cuadros. Durante mucho tiempo, la política se hizo fundamentalmente dentro-de-y-para los partidos políticos, y hasta se podía decir que vivir fuera de los partidos políticos era un error. Con el inicio de la tercera ola democrática en los regímenes occidentales y la reemergencia de la sociedad civil, en la década de 1970, sin embargo, la partidocracia comenzó a entrar en crisis. Los ciudadanos quedaron desencantados de la política partidocratizada, y desde distintos sectores comenzaron a conformar nuevos tipos de organización política y social. Así, aparecieron las organizaciones no gubernamentales, las agrupaciones políticas protopartidarias y los diversos movimientos civiles, y la política comenzó incluso a ventilarse más en los medios de comunicación masiva que en los círculos de discusión y de difusión de los partidos. Incluso puede decirse que el interés por formar nuevos partidos políticos (nacionales o locales) fue producto de la crisis no sólo del viejo modelo de partido y de la centralización del poder político, sino más específicamente de sistemas de partidos únicos o casi únicos, es decir, de sistemas no competitivos y no garantes de la disputa democrática por el poder político. Naturalmente, la tendencia oligocrática alcanzaría pronto también a los nuevos partidos políticos en todas partes del mundo, de manera especial y dramática a los partidos con serias dificultades para formar cuadros y para lograr arraigo social y territorial.
La reemergencia de la sociedad civil y la tendencia a la ciudadanización de las mediaciones políticas, hicieron florecer por corto tiempo a los partidos antisistema y a las variadas oposiciones en un esquema que Juan Linz (La quiebra de las democracias, Alianza Editorial Mexicana, México, 1990, p. 55 ) llegó a denominar “pluralismo polarizado”, característico de los sistemas de cinco o más partidos relevantes, cuya matriz fue afectada profundamente por una tremenda fluctuación de las oposiciones a raíz de una concepción simplista de su papel frente al sistema hasta entonces imperante, así como por un desplazamiento centrífugo (más que centrípeto) del electorado y un uso de las ideologías como disfraces emergentes más que como valoraciones de la acción práctica. En esas condiciones, los partidos políticos se vieron obligados a rectificar su posicionamiento con respecto a la matriz sistémica y a rebasar el provisional esquema de oposiciones leales, desleales y semileales, con la consecuente redefinición ideológica de los partidos políticos sintomáticamente cargados hacia esquemas de “re-centramiento” o realineamiento hacia el centro. Con ello aparecieron posiciones partidarias de centro-izquierda, centro-derecha, centro-centro, centro-democrático, entre otras.
El extremismo político y la resistencia a reconocer las diferencias estigmatizaron una época en que los regímenes autoritarios recién comenzaban a introducir una dinámica de liberalización política. Incluso, la inserción de nuevos partidos políticos al sistema, y aun su comportamiento fuera de la ortodoxia institucional, no sólo fue vista como un requerimiento para la legitimación de las instituciones, sino también como un ingrediente necesario al esquema de “pluralismo polarizado”, como para crear una imagen de oposición vital al régimen y, desde luego, de gobiernos tolerantes. En el largo plazo ello suele producir un juego de aceptación mutua y, finalmente, una situación de competitividad que deriva tanto de la reconversión de los partidos políticos en partidos institucionalizados como de la introducción de reglas equitativas de la competencia política. Bien dice el propio Juan Linz que “la legitimidad del Estado dentro de sus límites territoriales es una condición previa a la legitimidad de cualquier régimen y es especialmente importante en el caso de una democracia que tiene que garantizar las libertades civiles a todos los ciudadanos”.
En esas condiciones, agrega Linz, “el supuesto básico del proceso político democrático es que la minoría de hoy puede convertirse en la mayoría futura si convence a los que actualmente se encuentran en la mayoría para que estén de acuerdo con ellos, o puede esperar convertirse en mayoría como resultado de un lento cambio en la estructura social”. Pero el problema es que la etapa de convencimiento no hace crecer del mismo modo, con la misma fortaleza, con el mismo alcance de miras, con la misma capacidad de liderazgo, a todas las minorías. Hasta puede hablarse aquí de un proceso de depuración que en parte viene de las reglas que acompañan a los sistemas de elección y de partidos, y en parte viene de los ajustes finales que los ciudadanos hacen con respecto a sus preferencias. Curiosamente, hoy en día los ciudadanos -y no los partidos- parecen tener la última palabra: la tuvieron al reorientar sus preferencias hacia los nuevos partidos y hacer bajar la votación de los partidos otrora gobernantes, y la siguen tendiendo, pues -como dice José Rubio Carracedo- “la inmensa mayoría de los ciudadanos permanece ajena a la militancia política, pero se ve compelida a elegir en las urnas entre unas listas de candidatos, confeccionadas, cerradas y bloqueadas por la cúpula burocrático-organizativa de cada partido, siguiendo frecuentemente la lógica del mal menor, o bien votando en blanco [...], o incluso por el voto de castigo [...], por no hablar ya de la simple abstención [...]”.
Desde luego, hay numerosas razones por las cuales un gran sector de los ciudadanos tiende a adoptar actitudes de ese tipo, desde aquellas que tienen que ver con la falta de capacidad organizativa, de movilización política y de creación de cuadros políticos entre los partidos políticos, hasta aquellas que se derivan de la condición de vivir a expensas del presupuesto público y de las pugnas internas entre grupos o corrientes, pasando por la deformación de las virtudes cívicas y su reemplazo por estrategias de eficiencia electoral que generalmente inculcan entre los ciudadanos una mentalidad ganadora, el interés por ganar más de lo que se aporta, la intención de devastar al adversario antes que ser cooperativo, etc. Estos son algunos de los defectos de la democracia pluralista de partidos que se asocian a las tentaciones oligárquicas, y ésta es, lamentablemente, la nueva jaula de hierro con barrotes multicolores.
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