Yo llegué a beber agua del mar,
caudal de cristalinas lágrimas
que se desparraman en tu piel
bajo un sol de trescientos hilos.
Yo llegué a beber agua de lluvia,
de esa que rompe las veredas
que conducen hacia esa choza
en donde habitas entre sueños.
Yo llegué a beber del dulce vino,
de ese que tiene mil historias
y la rara virtud de curar el alma
cuando tú ya no estás conmigo.
Miguel González Madrid
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