La justicia más allá del ajedrez y de los dados
Miguel González Madrid
La frase "la justicia más allá del ajedrez y de los dados" puede ser esgrimida a propósito de quienes defienden la creencia generalizada que se alimenta más de dichos que de razones, y más bien de mitos sobre la justicia, por ejemplo cuando se habla de las sentencias dictadas por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), especialmente por su Sala Superior. Con frecuencia, esto ocurre cuando no se conoce bien el entramado jurídico que sustenta las decisiones de este Tribunal -y aun de los tribunales locales electorales- que realiza funciones de órgano de control de legalidad y constitucionalidad de actos y resoluciones de autoridades electorales, de manera que dicha creencia puede pasar como cierta sólo porque proviene de algunas voces reconocidas en el medio intelectual tout court o incluso de algún político que suele recordarnos qué dice la ley. Por cierto, en la internet se puede localizar una página que reza lo siguiente, y que se puede aplicar en cierto modo a quienes de lejos creen saber cómo se debe aplicar el derecho: “saber de leyes no es saber de derecho”. Pero, lo peor es cuando un gobernante confunde la justicia con una balanza de impulsos y emociones sin control, justificado en la magnificencia de otra creencia: "sólo lo nuevo puede existir, porque en el pasado todo fue mentira y corrupción".
Puede admitirse como hecho una irregular –o constante, según se prefiera– presión de intereses privados hacia los magistrados de las salas regionales y la sala superior del TEPJF. Casi siempre nos acordamos más de la elección presidencial de 2006 para ejemplificar esta presunción. Así, por ejemplo, partimos de la premisa de que todos los jueces (magistrados) son susceptibles de ser vencidos por las tentaciones mundanas; pero, saber quiénes son más o menos susceptibles, tal vez puede provocar una tensión entre nuestras convicciones bien informadas acerca de la justicia y lo que piensa el vecino desinformado que suele estar convencido de que lo que domina más bien es la injusticia. Indudablemente, el sub-mundo tiene también un papel a la hora de calibrar nuestras convicciones, experiencias y conocimiento, pero no podría ser factor definitivo para llegar a una conclusión. Difícilmente, las razones podrían ser vencidas a diez rounds (o al primer round) por las emociones o por el entusiasmo de quienes no confían en la autoridad especializada o, paradójicamente, confían en exceso de su misión, haciéndola pasar como una entidad con gran poder de magia electoral.
Así, como respuesta específica a quienes miran desde el sub-mundo, se puede deducir que lo que se vende no es la justicia, sino la injusticia, y que esa es la imagen de la caverna con la que se quedan. Consecuentemente, por ejemplo, se cree que la discutida elección delegacional en Iztapalapa, en 2009, actualiza la equívoca idea de que el TEPJF tiene la culpa de los entuertos que muchos ya conocemos de sobra, sin siquiera indagar un poco acerca del asunto de fondo -y, mucho menos, del fondo del asunto- que lleva a un tribunal a tomar un tipo de decisiones que suele dejar conformes a unos e inconformes a otros. Así, si como actor político me favorece la sentencia recaída a una impugnación, podré concluir entonces que el TEPJF es la institución con mayor índice de confianza y credibilidad; si ocurre lo contrario, comenzaré a creer que tal tribunal está en manos de “la mafia”. Toda creencia puesta en blanco y negro impide ir al asunto de fondo y empobrece nuestro razonamiento, en lugar de robustecerlo o enriquecerlo.
Algunos conocedores de los fundamentos jurídicos de las resoluciones de las salas del TEPJF advierten correctamente que hay estilos para tomar decisiones, y que aun algunos casos se dirimen en última instancia mediante votación colegiada polarizada. La regla y el principio de mayoría -de naturaleza democrática- entran siempre en escena para evitar el colapso de los argumentos encontrados. Eso puede hablar bien de la autonomía con que cada juez toma parte en las decisiones, pero eso no es pretexto para desatender principios que deben guiar las decisiones de todo juez, si acaso, como ocurre con frecuencia, los actos o las normas que se juzgan son oscuras, contradictorias o incluso se apartan del derecho.
En ese tenor, cabe mencionar que al juez se le ha otorgado una función correctora, revocadora o, en su caso, confirmadora de decisiones administrativas, y a veces se convierte en legislador negativo. Por ejemplo, varios acuerdos del Consejo General del Instituto Federal Electoral, relativos al proceso electoral 2009, fueron devueltos por el TEPJF para que fueran subsanados debido a deficiencias diversas o, de plano, otros más fueron revocados por no atenerse suficientemente a derecho. Eso, sin embargo, no ocurre regularmente en todos los consejos generales (incluidos los de órganos electorales administrativos locales), porque hay algunos muy cuidadosos de que sus acuerdos estén debidamente motivados y fundamentados, como lo mandata la Constitución Política federal, mientras que otros calculan erróneamente que serán superficialmente valorados por los actores políticos interesados y, por ello, los elaboran con graves deficiencias, aun sin llevar a cabo indagaciones a las que están obligados por ley.
Al respecto, hay un principio que suele aplicarse de modo indiscriminado y que, por ello, conlleva un descuido de la argumentación que debe crear convicción en toda decisión fundamentada jurídicamente: dura lex est lex o dura lex sed lex (la ley es dura, pero es la ley), que aparenta ser el corazón de todo procedimiento legal (y de interpretaciones restrictivamente gramaticales), pero que, en realidad, se sujeta invariablemente al llamado difusamente principio democrático, de mayor trascendencia y el cual consiste más o menos en lo siguiente: la voluntad popular (el auténtico soberano) acuerda originariamente una serie de normas -conforme a principios más o menos coherentes entre sí- para regir las conductas personales y colectivas, así como los diversos actos que probablemente afectarán su unidad y finalidades, por lo que exige que el legislador y el juez se sometan en lo sucesivo a ese espíritu y no sólo a lo que dice literalmente la norma escrita. Así, por ejemplo, el incumplimiento de un solo requisito legal, bajo un procedimiento específico, puede dar al traste con una aspiración en el goce de derechos sustantivos o con alguna oportunidad para superar los accesos a las metas deseadas bajo derecho, porque tal omisión se encuentra en oposición a la norma aplicable al caso concreto en alguna o varias de las formas de su interpretación.
Del mismo modo, en esa lógica siempre debemos preguntarnos si cualquier acto que presume de estar apoyado por una amplia movilización política o social está justificado democráticamente. El hecho de que mucha gente se involucre en el apoyo socio-político a una impugnación contra actos de autoridad no significa necesariamente que sea portadora de principios democráticos o de buenas razones jurídicas. Se puede argüir falsamente que se trata, en última instancia, de la intervención del pueblo o de la sociedad civil en un asunto que le afecta en el futuro inmediato, y que hasta es capaz de conducir a una nueva revolución si dicha manifestación persiste en combatir instituciones que -desde su punto de vista- ya no le sirven. Sin embargo, las revoluciones son otra cosa, no una simple cuestión de pequeñas revueltas en algún sector de la vida colectiva. Aun así, siempre cabe otorgar a las multitudes -guiadas o no por actores mesiánicos- el beneficio de la duda acerca de su capacidad para abrir nuevas grietas políticas y sociales a fin de que se establezcan nuevos y superiores principios. La democracia política –y, en general, el Estado democrático de derecho– parece avanzar así contracorriente, permanentemente acorde con un sistema capitalista que requiere protegerse en diversas esferas de justicia (según una terminología del filósofo político estadounidense Michael Walzer), en un proceso continuo de reconstrucción de sus fundamentos políticos y sociales. A su vez, esta hipótesis motivó hace algunos años al influyente politólogo estadounidense de origen japonés, Francis Fukuyama, a proponer, provocadoramente -no provocativamente, como hubiera sido elegante decirlo- "el fin de la historia".
No obstante todo lo anterior, conviene reconocer que un simple acto de rebeldía –se arrogue o no la representación de “todos”: de la multitud, del pueblo, de los reunidos in situ, etcétera– puede hacernos despertar en medio de la ilusión de que las instituciones políticas funcionan correctamente. ¿En qué mundo vivimos, si no lo constatamos o, por el contrario, si todo le creemos al vecino?. Es posible que algo falle en la maquinaria electoral (administrativa o jurisdiccional), y aun de otras instituciones. De otra manera el propio reformismo tampoco tendría un pretexto para mantenerse a flote de una forma discreta, pero efectiva. Pero me parece que es mejor plantearnos muchas preguntas sobre un fenómeno o hecho determinado para llegar a la cuestión de fondo -y, enseguida, al fondo del asunto- para su explicación, antes de unir nuestra voz a una "opinión" que aparenta ser de todos, pero que más bien presenta vicios de origen, busca su justificación en el creciente volumen de la multitud o se mantiene sobredimensionada por una pésima lectura tanto del derecho como de la democracia; o, peor: auto-justificada en el ejercicio de autoridad que ve en todo lo que le rodea su propia adversidad y la ausencia de aceptación de su propia falta de razón.