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Politólogo y Maestro en Derecho Electoral / Profesor-Investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa (México City). Especialista en temas de Políticas Públicas, Teorías del Estado y la Democracia, Derecho Electoral, Federalismo y Gobiernos Locales. e-mail: mgmundouno@yahoo.com.mx

miércoles, 16 de febrero de 2011

La revuelta de los jóvenes egipcios. Lecciones para el siglo XXI desde la Plaza Tahrir

Publicado originalmente en Agenda Tlaxcala. Noticias del Altiplano, el 14 de febrero de 2011
Miguel González Madrid

Se le ha llamado también, en la prensa egipcia, “la revolución de los jóvenes”, aunque no todos los participantes en las manifestaciones contra Mubarak, principalmente en El Cairo y Alejandría, eran jóvenes; y, del mismo modo, me parece que es prematuro hablar de una “revolución”.

Una revolución es mucho más que un derrocamiento y que un cambio de protagonistas accionado por una multitud. Basta ver lo que en la conocida wikipedia se dice al respecto: “Revolución es el cambio o transformación radical y profunda respecto al pasado inmediato. Se puede producir en varios ámbitos al mismo tiempo, tales como económicos, culturales, religiosos, políticos, sociales, militares, etc. Los cambios revolucionarios, además de radicales y profundos, y sobre todo traer consecuencias trascendentales, han de percibirse como súbitos y violentos, como una ruptura del orden establecido o una discontinuidad evidente con el estado anterior de las cosas, que afecte de forma decisiva a las estructuras. Si no es así, debería hablarse mejor de una evolución, de una transición o de una crisis”.

Es sintomático, pero, en occidente, la eclosión político-religiosa egipcia parece un enredo, y tal vez se han malentendido las protestas de principios de enero de 2011 y la llamada “revolución en todas las iglesias de Egipto” desatada a raíz de los ataques a miembros de una iglesia copta (la iglesia oriental católica con cierta autonomía respecto al Vaticano, que practica el rito alejandrino y tiene su patriarcado en Alejandría: copto-católicos). Hay que recordar que el ataque –que produjo una veintena de muertos y varias decenas de heridos– se produjo frente a la sede de la iglesia de los Santos (al Qidisin) en Alejandría, recién pasada la media noche del 31 de diciembre de 2010, cuando los fieles salían del templo.

Abdal Mayid Mahmud, entonces fiscal general de Egipto, lanzó acusaciones contra Habib Al Adly, el siniestro ministro del interior (ahora ex ministro), de ser el autor intelectual del atentado, pues sus nexos con redes de activistas islámico-radicales y de traficantes de drogas, a través de una bien organizada red político-militar y de una de las alas del Partido Nacional Democrático, así lo señalaban. Para fortuna de los egipcios y del mundo, las fuerzas armadas del milenario país de oriente medio no se tragaron las acciones proto-golpistas de Habib Al Adly y evitaron una ola de masacres que hubiera llevado a una rápida descomposición del régimen político egipcio y a una sangrienta confrontación civil.

El último de los neo-faraones (el corpulento antiguo general de la fuerza aérea, Muḥammad Ḥusnī Sayyid Mubārak, conocido en el mundo hispanoparlante simplemente como Hosni Mubarak) ascendió al poder en octubre de 1981, tras suceder al presidente interino Sufi Abu Taleb, que había sido a su vez nombrado con motivo del asesinato –ocho días antes– del legendario Anwar el-Sadat, precisamente por manos islamitas radicales. Hasta esa fecha fungía como vicepresidente y era considerado gente de la mayor confianza del difunto. Luego de casi treinta años ininterrumpidos en el poder, gobernando con leyes de emergencia, Mubarak renunció al cargo de Presidente de Egipto, presionado más por la constelación de intereses políticos y económicos organizada en torno a los Estados Unidos de América e Israel que por su propio convencimiento de que poco o nada podía aportar a una transición pacífica hasta septiembre de 2011. La crisis política y social que ha llevado al derrocamiento de Mubarak, sin derramamiento de sangre, salvo una breve incursión represora, es considerada la más grave desde que el rey Faruk fue derrocado por un golpe militar en 1952. Desde entonces, los militares se mantuvieron en el poder. Mubarak parece ser la última insignia en esa línea si acaso tenemos que convencernos de la promesa de que habrá transición “democrática” y que las fuerzas armadas serán un factor importante en ese proceso, tal como lo anunció con voz firme y grave el mariscal Mohamed Husein Tantawi el mismo día de la renuncia.

Particularmente los jóvenes egipcios que profesan el cristianismo en la iglesia copta, se han destacado de hace algunos años a la fecha por su resistencia a cambiar su identidad por una oficial cargada por el dominio religioso islamita-sunita (90 por ciento de los egipcios profesa el islamismo, 9 por ciento es población cristiana copta). Muchos jóvenes se han visto así literalmente obligados a admitir su conversión para recibir su cédula nacional de identidad que los posibilita a ingresar a un colegio o a una universidad, de acuerdo con una ley que rige desde 1955. Con dichas cédulas son declarados musulmanes. La situación de las mujeres jóvenes es peor, pues quedan obligadas a portar la vestimenta femenina islámica, la cual, bajo el código del Hiyab, ha pasado de ser un antiguo distintivo de mujeres respetables (y libres) a un estigma inmovilizador del cuerpo y el espíritu en pleno siglo XXI.

Pero la revuelta de enero-febrero de 2011 parece prometer un cierto cambio del Hiyab, de los ciclos de movilidad de las elites de poder y del mismo peso del dominio islamita sunní sobre el pueblo copto, pues el radicalismo islamita alentado por un sector de esas elites ha dañado no sólo al 9 por ciento de la población egipcia, sino a todo un sistema político con un complejo basamento religioso. De cualquier modo, no podemos omitir que el entramado de fuerzas político-religiosas en Egipto está saturado de intereses de grupos, partidos, hermandades, etcétera.

Las lecciones de la revuelta de los jóvenes egipcios se configuran así, para el mundo, por una lógica de oposición al autoritarismo religioso, de una incipiente atenuación del Hiyab y de defensa de la coexistencia religiosa entre la Hermandad Musulmana, los islamitas moderados y la minoría copta. La “revolución” egipcia, en el corto plazo, tal vez no llegue lejos en la perspectiva occidental de prácticas electorales pluralistas, partidistas y competitivas, con reelecciones limitadas y control judicial de los comicios, y tampoco a un punto en el cual las estructuras políticas y económicas sean sometidas a una transformación histórica.

Es posible conseguir un poco de eso, lo cual ayudará a mitigar la sed de democracia electoral. Pero, más allá de las limitaciones estructurales, en un horizonte de grandes sueños y de construcciones comunes posibles habrá que valorar la audacia que tuvieron miles de jóvenes (hombres y mujeres) para perturbar un pequeño mundo anclado en milenarias tradiciones y atavismos, justamente para iniciar la cimentación de su nuevo mundo posible, tal vez sin tirar por la borda mentalidades que son el núcleo duro de identidades y modos de vida estrictamente egipcios. La rebeldía, los gritos de inconformidad, la provocación de grietas, la construcción de libertades, la solidaridad entre los diferentes, todo en contra de persistentes dinastías faraónicas y de rígidas herencias, serán motores para continuar una vida colectiva con total dignidad, solidaridad y respeto a la diversidad cultural, y eso será la sustancia de la cual nuevas generaciones podrán aprender.

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